lunes, 28 de abril de 2014

CERCANOS, MUY CERCANOS, Y SANTOS MUY SANTOS

Aunque, en este blog, lo habitual es hablar de política, bien vale la pena referirnos hoy al excepcional acontecimiento de la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, dos Papas a los que debemos mucho de lo bueno de nuestro tiempo y que para muchos de nosotros han dado extraordinaria juventud a la Iglesia. 
Ya hemos señalado en diversas ocasiones la necesidad de que el ejercicio de la Política, sea cual sea el sistema de gobierno imperante, ha de ajustarse a un criterio moral si quiere cumplir con el cometido que le es propio, es decir, el bien de todos y cada uno de los ciudadanos. Por nosotros mismos hemos podido apreciar que los dos nuevos santos han marcado muy claramente la pauta de ese necesario criterio moral. 
Es la razón por la que, con el título "Cercanos, muy cercanos, y santos muy santos" transcribimos el artículo publicado por el que esto firma en la revista Buena Nueva (28/04/14):
Si fijamos la atención hacia siglo y medio atrás de nuestra historia, los católicos habremos de reconocer que fue algo muy positivo para nuestra Santa Madre la Iglesia el forzado abandono del poder temporal sobre una buena parte de Italia por parte de SS beato Pío IX  el 20 de septiembre de 1870.  Es a partir de entonces cuando el efectivo poder temporal de los papas queda reducido al minúsculo estado del Vaticano, mientras que su  poder espiritual con la consiguiente autoridad moral han ido creciendo hasta llegar al profundo y preciso magisterio de Benedicto XVI cuya heroica renuncia de  hace un año dio lugar a la elección de nuestro entrañable  Santo Padre Francisco, que nos acaba de regalar la canonización de San Juan XXIII y San Juan Pablo II, de más en más cercanos, muy cercanos, y de más en más santos, muy santos.
Tan bendita etapa de la Historia de la Iglesia es iniciada por el propio beato Pío IX (1846-1878), al que debemos la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción el 8 de diciembre de 1854 y la realización del concilio Vaticano I (1869-1870), seguido por León XIII (1878-1903), cuya es la inspirada, esclarecedora y oportuna  encíclica Rerum Novarum (1891).
Ya en el siglo XX, contamos los católicos con San Pío X (1903-1914), Benedicto XV (1914-1922), Pío XI (1922-1939) y el venerable Pío XII (1939-1958), pontificados que, a base de entrega y buen hacer, han de hacer frente a la creciente ola europea de paganos fundamentalismos, incluidos el comunismo soviético y el nazismo. Para cualquier observador imparcial, la Iglesia, con sus sucesivos sumos pontífices al frente, estuvo a la altura de las circunstancias como  esperanza y refugio para las personas de buena voluntad y, sin duda, que es gracias a ella, como el horizonte de la paz se ha venido mostrando asequible desde la derrota de Hitler en 1945 y abandono de la llamada Guerra Fría a partir de la caída del Muro de Berlín (1989).
Tras el venerable Pío XII, llegamos al Papa Bueno, San Juan XIII (1958-1963), a quien debemos el llamado  “Aggiornamento” o “puesta al día” de la Iglesia Católica con su convocatoria del Vaticano II y encíclicas como la  “”Mater et Magistra”, madre, maestra y cercana, muy cercana a todos nosotros siempre con la adecuada solución a los problemas del día a día.
Con el intervalo de los pontificados de Pablo VI (1963-1978), que culminó la obra del Vaticano II (1962-65) y de  Juan Pablo I (un mes de 1978), llamado el Papa de la Sonrisa, ambos en proceso de beatificación, llegamos a San Juan Pablo II (1978-2005), ese sabio, carismático  y Santo Padre que, junto con San Juan XIII,  en presencia del “abuelito” Papa Benedicto XVI y ante más de un millón de fieles peregrinos, ha sido canonizado por el entrañable Papa Francisco.
La Prensa habla de un  “inigualable acontecimiento histórico que ha reunido a cuatro papas”. Permítasenos apuntar: son cuatro papas cercanos, muy cercanos y santos, muy santos

lunes, 14 de abril de 2014

Algo de lo que dijo Ortega sobre el NACIONALISMO PARTICULARISTA

Se habla mucho del “problema catalán” que, aun sin dejar de ser un gravísimo problema,  para muchos de nosotros, sobre todo en su versión actual, no es más que puro artificio de unos pocos que no dejan de seguir ensimismados en la contemplación de la redondez de su ombligo: no razonan, simplemente se pierden en los vapores de una ensoñación radicalmente “particularista”.
Es lo que al que esto escribe le ha sugerido el repaso del discurso que, ante las Cortes Españolas, pronunció el 13 de mayo de 1932 el entonces diputado don José Ortega y Gasset. Bueno e ilustrativo es entresacar los siguientes párrafos:
Pues bien, señores; yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles…./….es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar.
¿Por qué? En rigor, no debía hacer falta que yo apuntase la respuesta, porque debía ésta hallarse en todas las mentes medianamente cultivadas. Cualquiera diría que se trata de un problema único en el mundo, que anda buscando, sin hallarla, su pareja en la Historia, cuando es más bien un fenómeno cuya estructura fundamental es archiconocida, porque se ha dado y se da con abundantísima frecuencia sobre el área histórica. Es tan conocido y tan frecuente, que desde hace muchos años tiene inclusive un nombre técnico: el problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista. No temáis, señores de Cataluña, que en esta palabra haya nada enojoso para vosotros, aunque hay, y no poco, doloroso para todos.
¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos.
Y no se diga que es, en pequeño, un sentimiento igual al que inspira los grandes nacionalismos, los de las grandes naciones; no; es un sentimiento de signo contrario. Sería completamente falso afirmar que los españoles hemos vivido animados por el afán positivo de no querer ser franceses, de no querer ser ingleses. No; no existía en nosotros ese sentimiento negativo, precisamente porque estábamos poseídos por el formidable afán de ser españoles, de formar una gran nación y disolvernos en ella. Por eso, de la pluralidad de pueblos dispersos que había en la Península, se ha formado esta España compacta.
En cambio, el pueblo particularista parte, desde luego, de un sentimiento defensivo, de una extraña y terrible hiperestesia frente a todo contacto y toda fusión; es un anhelo de vivir aparte.…/….Pero claro está que esto no puede ser. A un lado y otro de ese pueblo infusible se van formando las grandes concentraciones; quiera o no, comprende que no tiene más remedio que sumirse en alguna de ellas: Francia, España, Italia. Y así ese pueblo queda en su ruta apresado por la atracción histórica de alguna de estas concentraciones, como, según la actual astronomía, la Luna no es un pedazo de Tierra que se escapó al cielo, sino al revés, un cuerpo solitario que transcurría arisco por los espacios y al acercarse a la esfera de atracción de nuestro planeta fue capturado por éste y gira desde entonces en su torno acercándose cada vez más a él, hasta que un buen día acabe por caer en el regazo cálido de la Tierra y abrazarse con ella. Pues bien; en el pueblo particularista, como veis, se dan, perpetuamente en disociación, estas dos tendencias: una, sentimental, que le impulsa a vivir aparte; otra, en parte también sentimental, pero, sobre todo, de razón, de hábito, que le fuerza a convivir con los otros en unidad nacional. De aquí que, según los tiempos, predomine la una o la otra tendencia y que vengan etapas en las cuales, a veces durante generaciones, parece que ese impulso de secesión se ha evaporado y el pueblo éste se muestra unido, como el que más, dentro de la gran Nación. Pero no; aquel instinto de apartarse continúa somormujo, subterráneo, y más tarde, cuando menos se espera, como el Guadiana, vuelve a presentarse su afán de exclusión y de huida.
¿Qué cabe añadir a los precedentes párrafos, cuando a la vista está que los pueblos más avanzados y más consecuentes con su propia historia derrochan lo mejor de sus energías en consolidar los lazos con quienes elaboran “sugestivos proyectos de acción en común”?

¿Creéis que es mejor  retroceder más de quinientos años  en la Historia por el solo capricho de los que ya han caído víctimas de su propio particularismo?

miércoles, 9 de abril de 2014

HABLEMOS DE ESPAÑA Y DEL ALDEANISMO NACIONALISTA

España y su territorio son lo que son, desde que, en 1512,  Fernando el Católico se las arregló para recuperar el reino de Navarra, que durante poco menos de tres siglos (en 1234, a la muerte de Sancho VII el Fuerte), había vivido formalmente desligada de los asuntos peninsulares, aunque, a decir verdad, siempre se sintiera genuinamente hispánica.
A la vista de ello y de todo lo que viene aconteciendo desde entonces, podemos muy bien decir que los españoles, todos los españoles, al margen de nuestras discrepancias y más o menos dramáticos avatares, hemos hecho Historia juntos y que, ya en la segunda década del siglo XXI, formamos parte de los países que gozan de los privilegios que facilita la Democracia, sistema de gobierno y de agrupación de voluntades, que, si no es todo lo perfecto que cabría desear, sí que, tal como diría Churchill, es el menos malo de los posibles.
Esa Democracia, perfectible aunque no perfecta, no puede ser, en ningún caso, un juego de azar, un monopolio de los que más gritan ni, mucho menos, una coartada de los insolidarios y egoístas: por lo mismo necesita de un cauce legal en el que lo provechoso para todos prime sobre el egoísmo cerril de unos pocos, esos mismos que, como diría Álvaro de la Iglesia, parecen vivir extasiados ante la contemplación de la redondez de su ombligo. Para adoptar un más positivo comportamiento, los españoles, en 1978, nos dimos un Constitución, Ley de Leyes, que marca límites a la conducta de los que pretenden vivir al margen de las reglas democráticas, en especial las que nos llevan a no buscar para los otros lo que no queremos para nosotros mismos.
Bien sabemos que la unión hace la fuerza o ¿creíais otra cosa?
Ayer, ocho de abril de 2014, en el Parlamento Español, templo de la Democracia Española, se vivió un intenso debate en el que triunfó lo que Ortega habría llamado la “Razón Histórica de España”: aunar esfuerzos para, “juntos”, abordar “un sugestivo proyecto de acción en común”, lo que no implica que todos y cada uno de nosotros vivamos embargados por una mutua y desbordante simpatía. La Razón obliga y el futuro es demasiado problemático para que unos y otros, como aquellos dos conejos, esperemos la llegada de los perros discutiendo sobre si “son galgos o podencos”. La Libertad, el Orden  y el Entendimiento entre todos, son bienes demasiado preciosos para colocarlos fuera de la cobertura de esa Ley que garantiza la persistencia de todo aquello en que se apoya la paz y la prosperidad de todos y cada uno de nosotros los españoles, de Norte a Sur y de Este a Oeste.
Tras el intenso debate de ayer sobre el ser o no ser de la España que la mayoría de los españoles queremos, desde el más rancio nacionalismo, no falta quien apunta que “el Estado Español ha dejado pasar otra oportunidad” ante los portavoces del “proceso soberanista"…”
¿Desde dónde, de parte de quienes y para qué?
¿Queréis creer que es desde una de las partes más entrañables de nuestra España? ¿Que los que han promovido el desaguisado son españoles que pretenden ser más nobles ciudadanos dejando de ser españoles para encerrarse en las limitaciones e inconsistencias de un inventado o anacrónico pasado, cuando son lo que son por sangre, historia, cultura, educación y posibilidades de futuro? ¿Os habéis dado cuenta de que pretenden lo que pretenden para la efímera gloria de unos pocos, poquísimos, de los que podría decirse que no les importa quedarse tuertos a cambio de que se vuelvan ciegos el resto de los ciudadanos?
¿Cabe aceptar que, empequeñeciéndonos, podemos abordar más grandes y más brillantes hazañas?

Claro que para salir del paso, los “retóricos de la movida nacionalista” intentan ennoblecer al propio nacionalismo (especie de paganismo político, que diría Juan Pablo II), como si el nacionalismo de estrechísimos límites y pese a quien pese, por eso de ser artificialmente ennoblecido, dejara de ser puro y duro egoísmo.