Se
habla mucho del “problema catalán” que, aun sin dejar de ser un gravísimo problema,
para muchos de nosotros, sobre todo en
su versión actual, no es más que puro artificio de unos pocos que no dejan de
seguir ensimismados en la contemplación de la redondez de su ombligo: no
razonan, simplemente se pierden en los vapores de una ensoñación radicalmente “particularista”.
Es
lo que al que esto escribe le ha sugerido el repaso del discurso que, ante las
Cortes Españolas, pronunció el 13 de mayo de 1932 el entonces diputado don José
Ortega y Gasset. Bueno e ilustrativo es entresacar los siguientes párrafos:
Pues bien, señores; yo sostengo que el problema
catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras
naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar,
y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles
tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también
tienen que conllevarse con los demás españoles…./….es un problema perpetuo, que
ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo
mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito,
sólo se puede conllevar.
¿Por qué? En rigor, no debía hacer falta que yo
apuntase la respuesta, porque debía ésta hallarse en todas las mentes
medianamente cultivadas. Cualquiera diría que se trata de un problema único en
el mundo, que anda buscando, sin hallarla, su pareja en la Historia, cuando es
más bien un fenómeno cuya estructura fundamental es archiconocida, porque se ha
dado y se da con abundantísima frecuencia sobre el área histórica. Es tan conocido
y tan frecuente, que desde hace muchos años tiene inclusive un nombre técnico:
el problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista.
No temáis, señores de Cataluña, que en esta palabra haya nada enojoso para
vosotros, aunque hay, y no poco, doloroso para todos.
¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un
sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia
sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear
ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras
éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una
gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran
nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición,
el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y
absortos dentro de sí mismos.
Y no se diga que es, en pequeño, un sentimiento igual
al que inspira los grandes nacionalismos, los de las grandes naciones; no; es
un sentimiento de signo contrario. Sería completamente falso afirmar que los
españoles hemos vivido animados por el afán positivo de no querer ser
franceses, de no querer ser ingleses. No; no existía en nosotros ese sentimiento
negativo, precisamente porque estábamos poseídos por el formidable afán de ser
españoles, de formar una gran nación y disolvernos en ella. Por eso, de la
pluralidad de pueblos dispersos que había en la Península, se ha formado esta
España compacta.
En cambio, el pueblo particularista parte, desde
luego, de un sentimiento defensivo, de una extraña y terrible hiperestesia
frente a todo contacto y toda fusión; es un anhelo de vivir aparte.…/….Pero
claro está que esto no puede ser. A un lado y otro de ese pueblo infusible se
van formando las grandes concentraciones; quiera o no, comprende que no tiene
más remedio que sumirse en alguna de ellas: Francia, España, Italia. Y así ese
pueblo queda en su ruta apresado por la atracción histórica de alguna de estas
concentraciones, como, según la actual astronomía, la Luna no es un pedazo de
Tierra que se escapó al cielo, sino al revés, un cuerpo solitario que
transcurría arisco por los espacios y al acercarse a la esfera de atracción de
nuestro planeta fue capturado por éste y gira desde entonces en su torno
acercándose cada vez más a él, hasta que un buen día acabe por caer en el
regazo cálido de la Tierra y abrazarse con ella. Pues bien; en el pueblo
particularista, como veis, se dan, perpetuamente en disociación, estas dos tendencias:
una, sentimental, que le impulsa a vivir aparte; otra, en parte también sentimental,
pero, sobre todo, de razón, de hábito, que le fuerza a convivir con los otros
en unidad nacional. De aquí que, según los tiempos, predomine la una o la otra
tendencia y que vengan etapas en las cuales, a veces durante generaciones,
parece que ese impulso de secesión se ha evaporado y el pueblo éste se muestra
unido, como el que más, dentro de la gran Nación. Pero no; aquel instinto de
apartarse continúa somormujo, subterráneo, y más tarde, cuando menos se espera,
como el Guadiana, vuelve a presentarse su afán de exclusión y de huida.
¿Qué
cabe añadir a los precedentes párrafos, cuando a la vista está que los pueblos
más avanzados y más consecuentes con su propia historia derrochan lo mejor de
sus energías en consolidar los lazos con quienes elaboran “sugestivos proyectos
de acción en común”?
¿Creéis
que es mejor retroceder más de
quinientos años en la Historia por el solo
capricho de los que ya han caído víctimas de su propio particularismo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario