España y su territorio son lo que son,
desde que, en 1512, Fernando el Católico
se las arregló para recuperar el reino de Navarra, que durante poco menos de
tres siglos (en 1234, a la muerte de Sancho VII el Fuerte), había vivido formalmente
desligada de los asuntos peninsulares, aunque, a decir verdad, siempre se
sintiera genuinamente hispánica.
A la vista de ello y de todo lo que viene
aconteciendo desde entonces, podemos muy bien decir que los españoles, todos
los españoles, al margen de nuestras discrepancias y más o menos dramáticos avatares,
hemos hecho Historia juntos y que, ya en la segunda década del siglo XXI,
formamos parte de los países que gozan de los privilegios que facilita la
Democracia, sistema de gobierno y de agrupación de voluntades, que, si no es
todo lo perfecto que cabría desear, sí que, tal como diría Churchill, es el
menos malo de los posibles.
Esa Democracia, perfectible aunque no
perfecta, no puede ser, en ningún caso, un juego de azar, un monopolio de los
que más gritan ni, mucho menos, una coartada de los insolidarios y egoístas:
por lo mismo necesita de un cauce legal en el que lo provechoso para todos
prime sobre el egoísmo cerril de unos pocos, esos mismos que, como diría Álvaro
de la Iglesia, parecen vivir extasiados ante la contemplación de la redondez de
su ombligo. Para adoptar un más positivo comportamiento, los españoles, en
1978, nos dimos un Constitución, Ley de Leyes, que marca límites a la conducta de
los que pretenden vivir al margen de las reglas democráticas, en especial las
que nos llevan a no buscar para los otros lo que no queremos para nosotros
mismos.
Bien sabemos que la unión hace la fuerza o
¿creíais otra cosa?
Ayer, ocho de abril de 2014, en el
Parlamento Español, templo de la Democracia Española, se vivió un intenso
debate en el que triunfó lo que Ortega habría llamado la “Razón Histórica de España”:
aunar esfuerzos para, “juntos”, abordar “un sugestivo
proyecto de acción en común”, lo que no implica que todos y cada uno de
nosotros vivamos embargados por una mutua y desbordante simpatía. La Razón
obliga y el futuro es demasiado problemático para que unos y otros, como
aquellos dos conejos, esperemos la llegada de los perros discutiendo sobre si “son
galgos o podencos”. La Libertad, el Orden y el Entendimiento entre todos, son bienes demasiado
preciosos para colocarlos fuera de la cobertura de esa Ley que garantiza la
persistencia de todo aquello en que se apoya la paz y la prosperidad de todos y cada uno de nosotros los españoles, de Norte a Sur y de Este a Oeste.
Tras el intenso debate de ayer
sobre el ser o no ser de la España que la mayoría de los españoles queremos, desde
el más rancio nacionalismo, no falta quien apunta que “el Estado Español ha
dejado pasar otra oportunidad” ante los portavoces del “proceso soberanista"…”
¿Desde dónde, de parte de quienes y para
qué?
¿Queréis creer que es desde una de las partes
más entrañables de nuestra España? ¿Que los que han promovido el desaguisado
son españoles que pretenden ser más nobles ciudadanos dejando de ser españoles para
encerrarse en las limitaciones e inconsistencias de un inventado o anacrónico pasado, cuando son lo que
son por sangre, historia, cultura, educación y posibilidades de futuro? ¿Os
habéis dado cuenta de que pretenden lo que pretenden para la efímera gloria de
unos pocos, poquísimos, de los que podría decirse que no les importa quedarse
tuertos a cambio de que se vuelvan ciegos el resto de los ciudadanos?
¿Cabe aceptar que, empequeñeciéndonos,
podemos abordar más grandes y más brillantes hazañas?
Claro que para salir del paso, los “retóricos
de la movida nacionalista” intentan ennoblecer al propio nacionalismo (especie
de paganismo
político, que diría Juan Pablo II), como si el nacionalismo de
estrechísimos límites y pese a quien pese, por eso de ser artificialmente
ennoblecido, dejara de ser puro y duro egoísmo.
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