No ha sido el caso de España, cuyo gobierno con los señores Zapatero y Rubalcaba a la cabeza, para seguir adelante, no encontraron mejor remedio que el de saltarse a la torera todos los límites del preceptivo Presupuesto con injustificables despilfarros y absoluta falta de prudencia en el imprescindible encauzamiento de los llamados gastos corrientes. Es así como se ha llegado adonde se ha llegado: los capaces de darnos crédito nos exigen una elemental racionalidad económica según la cual nadie en sus cabales y con un mínimo sentido de la responsabilidad puede exigir crédito sin garantía de poderlo amortizar. Y ¿qué menos que incluir en la Ley de Leyes un tope de gasto para todas y cada una de las administraciones públicas? Es lo que, afortunadamente, han acordado los señores Zapatero y Rajoy, con el respaldo de una aplastante mayoría del Congreso.
En cualquier empresa o familia, el responsable máximo no puede tolerar que, mes tras mes y año tras año, se gaste mucho más de lo que se ingresa ¿qué pensar de alguno de sus miembros que se atreviera a replicar con aquello de que no hay derecho? Infantilismo puro y duro, eso que en política podemos definir como pura, simple e inoportuna demagogia.
En tal incurren los que defienden la falacia de que el poner un racional límite al gasto global va en contra de los más desfavorecidos ¿no es mucho peor el agotamiento de las arcas del Estado por haber gastado y gastado de forma absolutamente improductiva? ¿De dónde vendrá el dinero para pagar a los que más lo necesitan?
Para terminar ¿qué decir de los que aprovechan el imprescindible retoque de la Constitución respaldada por el acuerdo del 91 % del Congreso para tratar de vender caro su innecesario voto con exigencias como la de convertirse en paraíso fiscal o, totalmente fuera de lugar, proponer un radical cambio de régimen? ¿Mala fe, infantilismo o pura y torticera demagogia?
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