Todos vemos el problema; pero pocos quieren o queremos ver la parte que nos toca en la solución. Me
refiero ¿cómo no? al problema del desempleo. Siendo verdad como es todo lo de
la crisis y de la falta de dinero propio para la imprescindible recuperación,
no es lo mejor que puede ocurrir el que nos consolemos con la fea costumbre de
echar balones fuera luego de cerrar los ojos, no sea que aparezca en el horizonte un atisbo de luz, que nos lleve a
reconocer verdades cómo la del progreso tecnológico, gracias al cual, lo que, hace varios años, requería X horas de trabajo, hoy se
pueda hacer por la mitad o la cuarta parte de tiempo. En cambio siguen siendo las
mismas las horas reglamentarias de trabajo por semana. ¿No obliga ello a una
reflexión y consiguiente adaptación de forma que, por ejemplo, haya más gente
trabajando con menos horas de trabajo por persona?
La cuestión ya preocupaba al que esto escribe hace ya más de doce
años, en que se daba vueltas a la
posibilidad de reducir a 35 las horas semanales. Al respecto escribió ( ABC 1/3/2000) lo siguiente:
¿35
horas? Algo así parece que exige la consideración de que muchas de las
herramientas de ahora, en comparación con las de hace 50 años, permiten la
drástica reducción del tiempo que se necesita para éste o aquel trabajo, lo
que, sin duda, ha contribuido a esa lacra del paro actual.
De acuerdo, pues,
con lo de las 35 horas siempre que no se rompa una regla elemental de lo que se
llama Economía de Mercado: do ut des y, si uno trabaja porque cobra, el otro
invierte o abre una fábrica porque su capital encuentra la deseada
compensación. En una sociedad como la nuestra el progreso económico depende del
buen cauce que encuentren las necesarias motivaciones, tanto en el trabajador
como en el empresario, siempre en el ámbito de la libre competencia. Las leyes
a lo más que llegan es a prevenir abusos y a limar, mediante la adecuada
presión fiscal, las aristas del acaparamiento o de la especulación.
Dicho esto y
puesto que, por activa y por pasiva, se habla de las 35 horas, desde un lado,
sin reducción de sueldo, y del otro, en posición radicalmente contraria sin que
ello signifique un mal disimulado incremento del 14,39 por ciento de ese mismo
sueldo… ¿No entramos en el terreno de la confrontación sin remedio o del
sarcasmo cuando parece demostrado que la progresiva marcha de nuestra economía
exige un equiparamiento entre la inflación (presupuestada en un modesto 2 por
ciento) y los costos salariales? ¿Qué se puede hacer que no sea traumático para
nuestra economía?
Tal vez baste
aplicar un poco de imaginación al anquilosado sistema de retribuciones como,
por ejemplo, cambiar el concepto salario mes o salario semana, tan rígido él,
por el módulo salario hora, cuyo valor inicial sería el resultante de dividir
el salario-semana entre cuarenta horas o el salario-mes entre 168, fijarlo por
ley según categorías y dejar al acuerdo de las partes y al libre juego del
Mercado la posterior regulación sobre los tiempos mínimos o máximos. Seguro que
así las discusiones entre unos y otros se moverían dentro de la racionalidad y
de un equilibrio de intereses.
Se escribía esto hace ya más de doce años, cuando el
paro era prácticamente la mitad del actual ¿No es tiempo de que quien
proceda se aplique a considerar la cuestión?
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