En buena medida,
mutilamos nuestra capacidad de reflexión cuando pretendemos respaldarla con el
marchamo del mercadeo político: ¿es buena una idea si viene respaldada por los
valores de la izquierda o, justamente, lo contrario? Ante esa actitud ¿habremos de recordar a Ortega y Gasset? Si lo hacemos, habríamos de aceptar que
"Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una
de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas,
en efecto, son formas de la Hemiplejía moral".
Eso de
“hemiplejía moral” lo acuñó Ortega en 1937 para hacer ver cómo es una forma de
semi-parálisis intelectual el refugiarse
en dichos y prejuicios de conveniencia clasista para distraer lo que él entendía por responsabilidad
política: los asuntos del día a día han de ser tratados como son en realidad y no al amparo
de una parcial e interesada versión de tal o cual trasnochada ideología.
Ya en
la segunda década del siglo XXI, vemos que, si bien la “derecha tradicional” prefiere ser vista como
punto de equilibrio entre los extremos,
diríamos que la “ izquierda” con
cierto peso en la España de hoy no deja de presumir de conservar
posicionamientos, en justicia, calificables de decimonónicos, aunque sin
aquella espontánea o “romántica” pasión por los más desfavorecidos que cultivaron algunos que se jugaban la vida por lo que ellos entendían como justicia social: los que hoy presumen de revolucionarios tienen
otra cosa que perder que sus cadenas, constatación que nos lleva a la pregunta
objeto de este artículo: ¿Dónde están los valores de la izquierda?
En esta segunda
década del siglo XXI no es fácil catalogar los pretendidos valores de la
izquierda a no ser que nos esforcemos en descubrirlos a través de la palmaria ridiculización de lo que son “sagrados y perennes valores“ para
muchos españoles: la fe en un destino trascendente, el respeto a la vida humana
desde su concepción hasta la muerte natural, el valor de la familia
tradicional, el amor incondicional al prójimo y tantos otros avalados por el Evangelio.
Ante esa palmaria ridiculización de lo que, según los cristianos
de buena voluntad, realmente importa, cabe pensar que para algunos que se
titulan de izquierdas la estudiada deshumanización de la vida personal,
familiar y comunitaria favorece el adocenamiento general con la consiguiente
oportunidad para los avispados comerciantes de voluntades: si yo te convenzo de que es progreso decir que no a viejos valores como la libertad responsable o
el amor a la vida de los indefensos, el dejarte esclavizar por el pequeño o monstruoso bruto que llevas dentro... si elimino de tu conciencia cualquier
idea de trascendencia espiritual... tu capacidad de juicio no irá más allá de
lo breve e inmediato; insistiré en que las posibles decepciones no son más que
ocasionales baches que jalonan el camino hacia esa anquilosante y placentera
utopía en que todo está permitido. Para
que me consideres un genio y me aceptes como guía, necesito embotar tu razón
con inquietudes de simple animal. Pertinaz propósito mío será romper no pocas de tus “viejas ataduras morales” y en el
hueco de esas “viejas ataduras morales” es preciso presentar monstruosas
falacias que “justifiquen” bárbaros comportamientos. Ideólogos no faltan que
presentan lo cómodo y fácil como lo único que vale la pena perseguir o que
confunden el progreso con cínicas formas de matar a los que aun no han visto la
luz (el aborto) o “ya la han visto demasiado” (la eutanasia o “legal” forma de
eliminar a ancianos y enfermos de difícil cura).
Otra “expresión” de Progreso quiere verse en la ridiculización de
la familia estable, del pudor o del sentido trascendente del sexo. Se configura
así un nuevo catálogo de “valores” del que puede desprenderse como heroicidad
adorar lo intrascendente, incurrir en cualquier exceso animal, saltarse todas
las barreras de la moral natural hasta hacer del egoísmo el más apetecible de los comportamientos, presentar al amor estéril como ideal familiar
o usar del aborto como un “legítimo derecho” de los padres.
Cuando se llega a esto último, pisoteando al más sagrado de los
derechos de todo ser concebido dentro de la familia humana, se incurre en
evidente atentado contra el Bien Común puesto que todos y cada uno de
nosotros, por el simple hecho de disponer de razón y de irrepetibles virtualidades,
representamos un positivo eslabón para el Progreso, el cual, repitámoslo una
vez más, se apoya y alimenta en el desarrollo y armonía de las distintas y
complementarias capacidades de todos y de cada uno de los seres inteligentes
que poblamos el ancho mundo.
Habría una razón para el voluntario estrangulamiento de la futura
proyección de la pareja (noble y natural consecuencia del amor) si ello
facilitara una más placentera vida... ¿Quien puede afirmarlo desde la estricta racionalidad? ¿Por qué, entonces, desde las esferas del Poder, se desarrolla
la cultura de la “ideal esterilidad del amor”? ¿Por qué, lo que es aun más
grave, se facilita la degradación de las madres invitándolas a la pura y simple eliminación del fruto de sus entrañas?
¿Que esto nada tiene que ver con la Política Progresista? Por supuesto que sí: La cabal actitud de un gobernante depende de su escala de valores.
Existen valores, repetimos, que la Realidad muestra como imprescindibles al auténtico Progreso y que constituy en un todo
compacto de forma que la falta o adulteración de uno de ellos resiente la
viabilidad del conjunto. El desprecio a un derecho elemental facilita el camino
del desprecio al resto de los derechos...
El proclamado laicismo del estado,
del que, como es bien sabido, hace bandera la Izquierda Española, no puede significar ni un revoltijo ni una
síntesis de valores y contra-valores, aunque, en determinada situación, estos
últimos logren mayor ruido social: por
encima de prejuicios o intereses de partido, están obligados a discernir entre
lo que conviene y no conviene al bien común.
En vergonzante afán de
autodefensa, se nos dirá que, a estas alturas de la historia, todo lo de antes
ha de ser puesto en cuarentena; todo no,
respondemos nosotros: dejad, al menos, la libertad de responder a la incondicionada
voz de la conciencia para calibrar la diferencia entre el ser y el no ser,
entre el sacrificarse por el prójimo y el usarlo como cosa sin otro valor que
el de la propia conveniencia. Pero, sobre todo, no queráis convencernos de que
todo lo que se dice y se piensa tiene el mismo valor, ni, mucho menos, os
erijáis en portavoces de lo que algunos
llaman “nueva moral”.
Lo vuestro, como políticos y
jueces o como aspirantes a serlo, es la eficaz administración de bienes y servicios
velando por la paz y el bienestar social
sin ir más allá del campo de las relaciones entre unos y otros, que ya es
bastante en cuanto que de ello depende el que cada uno pueda desarrollar, en
libertad y con suficientes recursos materiales, su irrepetible vocación
personal.
No es verdad que "un desvarío se
puede dominar con un desvarío del mismo estilo”: al fundamentalismo de
izquierdas no cabe oponer un fundamentalismo de derechas por mucho que aquellas se inventen sus “valores” y que parte de éstas se haya atrevido a comerciar con lo que los
cristianos consideran (consideramos) “sagrados y eternos valores”.
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