Platón, que vivió cuatro siglos antes de la
venida del Hijo de Dios al mundo, estaba obsesionado por descubrir la razón de
las cosas y, como mejor explicación, encontró aquello de que cada elemento de
este mundo era una especie de sombra de su padre o madre ideal. Detrás vino
Aristóteles, que nos dio y sigue dando una lección de realismo al convencernos
de que son los sentidos y la propia reflexión
lo que nos permite conocer una parte de
lo que son las cosas y los fenómenos a los que hemos de enfrentarnos en el día
a día; no todo, porque, sobre todo en lo que más nos afecta, siempre queda algo difícil de ver, de explicar o de comprender a las luces de nuestra razón.
Ése
es un realismo que nos ayuda a la buena utilización de nuestra capacidad
de discernimiento y, por lo mismo, a no fiarnos de lo primero que nos dicen los “ideólogos
de oficio” y, porque les llegamos a creer ciegamente o por propia rutina, a no caer en dogmatismos al estilo de todo es
materia o basta que yo me imagine algo, idea o cosa, para que ese algo resulte
verdadero. Dejemos a esos “ideólogos de oficio” que pierdan su tiempo, pero no
el nuestro.
Las positivas ideas sí que son importantes
puesto que pensar para obrar en
consecuencia es o debería ser esencial preocupación
de todos y de cada uno de nosotros, máxime cuando nos encontramos ante el dilema
de tirar por aquí o por allá a la vista de un negocio, propuesta política o la
irrenunciable orientación de nuestra propia vida.
En eso último sí que es fundamental el
acertar a distinguir el bien del mal, suprema idea que, queramos o no, marca el
camino de la vida a cada uno de nosotros. Luego viene la atención que podemos o
no prestar a las ideologías, ese fenómeno en franca decadencia hasta el punto
de que son muchos los que las dan por muertas.
Claro que, entre nosotros, aun siguen vivas
ideologías que, por extraño que parezca, se alimentan de errores del pasado, inventan valores que nada tienen que ver con
la Ley Natural o, peor aún, defienden
formas de gobernar al estilo de las “eternas dictaduras” de Cuba o Corea del
Norte.
Uno piensa que, sin buenas ideas, no se pueden marcar adecuadas reglas de conducta; por lo tanto, bueno será elegir aquellas que nos
ayudan a ser felices respetando y haciendo felices a los demás. Las ideologías,
en cambio, no son más que medios para
arrastrar votos de confianza y, como tal, suelen dar tanto valor a las verdades
como a las apariencias, lo que hace que los aprisionados por ellas sean (seamos)
menos libres a la hora de decidir por lo que, en política, realmente interesa al común de los ciudadanos.
De hecho, tales ideologías, las más de las veces, no ofrecen
más que un conjunto de consignas sin referencia directa a valores morales y con
una orientación que, si no se modifica al hilo de los dictados de la historia,
además de envejecer, se convierte en la mayor traba del Progreso Real, ese
mismo que nace y se alimenta en una gestión política eficaz.
Esto de la gestión política eficaz es lo
que, a los ciudadanos de a pie, realmente nos interesa valorar y exigir a los
políticos que requieren nuestra colaboración a la hora de votar. Tanto mejor si
tales políticos no se apoyan en viejas
ideologías para ocultar su falta de positivas ideas.
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