martes, 18 de febrero de 2014

APRENDICES DE CAUDILLO EN DEMOCRACIA

La Democracia que, fundamentalmente, es participación en las decisiones que afectan a los derechos de la persona y al bien de la comunidad según las exigencias del momento político, requiere una reactivación del “espíritu generoso” y de la capacidad de reflexión de cada ciudadano. El simple número de votos no hace demócratas a los que esperan agazapados la ocasión de hacer realidad los caprichos de su ego.
Precisado un compromiso de realización personal (puesto que yo soy así estoy obligado a obrar en consecuencia), el ciudadano con plena conciencia de su poder y de su libertad, debe situar al profesional de la política justamente en el lugar que le corresponde: este profesional de la política no es ni más ni menos que un servidor de la Comunidad con el obligado respeto a la libertad y a la responsabilidad de todos y de cada uno de sus conciudadanos, en el legítimo proceso de hacerse a sí mismos a través de sus respectivos empleos y vocaciones (ojalá coincidan los unos con las otras) en el tratamiento de las cosas y problemas del día a día.
Pero ese Gestor Público, asentados “sus reales” en determinado escalón de lo que se llama “función pública”, ya está en situación de manejar infinitos hilos de vanidades, caprichos y ambiciones; es cuando, muy difícilmente, resiste a lo que se llama erótica del poder: en mayor o menor medida vivirá el posible debilitamiento de su propia escala de valores (si es que la tenía bien definida y asumida) hasta dejarse dominar por una especie de “síndrome de la auto complacencia” con la probable consecuencia de considerarse a sí mismo como lo único importante.
Es ése un proceso repetido hasta la saciedad en el mundo de la Política. Se encuentran inequívocos ejemplos en cualquier autocracia, pero, también, en las democracias, por muy “representativas” que éstas sean. Sabemos que la degeneración personal, si es un peligro anejo a la propia condición humana, encuentra su mejor caldo de cultivo en las “altas esferas de la Política”, sobre todo si el líder en cuestión, gobierno o no, se muestra capaz de inventar nuevos “valores”: el Poder corrompe, se ha dicho con bien justificada contundencia.
Para que, en nuestra Democracia, el “síndrome de la auto complacencia” despierte complicidad no se precisa más que el incensario de unos cuantos paniaguados estratégicamente situados en las esferas de influencia del propio partido y de una teórica oposición “circunstancialmente complementaria”. Desde ahí ya es posible domesticar a los otros poderes, amañar los procesos electorales (aun en el caso de transparentes recuentos), despilfarrar sin medida, mentir “institucionalmente”, ignorar elementales derechos de los otros... en suma, ejercer una más o menos velada forma de tiranía, también desde la oposición por eso de las “cuotas de consenso”.
Por ello, en el compromiso democrático con la mayoría, además de la imprescindible virtud de la humildad por parte de los titulares de tal o cual parcela de poder, para la comunidad política resulta esencial una vigilante y certera capacidad de juicio con que analizar virtualidades, trayectorias y comportamientos de los candidatos a la función pública. Por el contrario, resulta clara muestra de complicidad con la tiranía (sea o no de raíz democrática) una adhesión incondicional por ciega devoción a lo aparente, rutina, pereza, envidia u obsesiones de revancha.
En la Democracia Española, por virtud de una “consensuada ley electoral” y la rutina de los procesos establecidos o tolerados, se vive en una situación en la que el líder del partido en el Gobierno tiene facultad para nombrar a todos los integrantes de la Pirámide Ejecutiva desde el primero al último nivel sin que ello implique una elemental idoneidad para los respectivos cargos o responsabilidades; por demás, no encuentra serias dificultades para situar al “adicto incondicional” en la cúpula de los otros dos poderes, legislativo y judicial, mientras que, si sabe aprovechar una propicia circunstancia, malo será que no cuente con los mejor situados en los medios de comunicación o “cuarto poder” o en el que muchos consideran el súper-poder financiero. También y puesto que es la primera e indiscutible autoridad de su partido, el líder en unas Elecciones Generales tiene derecho de propuesta o veto para confección de todo tipo de listas electorales (generales, autonómicas, municipales, etc...) ¿No significa todo ello la posibilidad de ejercer un poder político absoluto, o, lo que es lo mismo, el trampolín para actuar como auténtico caudillo sin abandonar lo que, en genuina corrección política, se llama “ámbito de la democracia”?.
Ciertamente, las particulares circunstancias de nuestra Democracia (piramidal, plebiscitaria y de listas cerradas) permite al líder favorecido por la mayoría de votos, marcarle cauces dogmáticos a la economía, situar a todos sus amigos en las esferas de poder; manipular los medios de información para alterar lo valores en uso en función de sus obsesiones, prejuicios o “confluencias ideológicas”; convertir a las “cámaras de representación popular” en caja de resonancia de sus buenas o malas decisiones, frenar o desviar el curso de la justicia en beneficio de sus amigos...
De hecho, en el ejercicio de su poder, el líder que triunfa en unas elecciones disfruta de todas las prerrogativas de un caudillo sin otro requisito previo que el de mantener la connivencia de un suficiente número de diputados. En estas circunstancias, desde la jefatura del poder se manejan o se pueden manejar todos los controles de la vida pública: alcaldes, senadores, diputados… de su partido son pupilos suyos en cuanto que, gracias a su “dedo”, lograron un ventajoso puesto en las listas. Si la mayoría es absoluta no habrá ninguna eficaz objeción a determinada iniciativa o capricho; si no lo es, el recurso al mercadeo allana no pocas dificultades para navegar, incluso, contra la esperanza y el deseo de los electores del propio partido.
Logrado un suficiente número de votos y sin relevante contra poder por cuatro años (y muchos más si se acierta a manipular los resortes de la opinión pública y, con la adecuada palabrería, se neutraliza la capacidad crítica de tibios, fieles y simpatizantes), es posible mantener impunemente la libertad de hacer o no hacer según la propia conveniencia y marcando distancias con la teórica oposición política con torticeros argumentos al estilo de “basta que tú (oposición) propongas esto para que yo (poder) imponga lo contrario” .
No varía substancialmente la cuestión en el hipotético caso en que el jefe de gobierno lo sea por acuerdo entre dos o más partidos: en el actual estado de cosas y puesto que los respectivos jefes de partido han entrado en la rueda de conveniencias, respaldarán cualquier decisión del jefe supremo con la connivencia de un Parlamento satélite, justo lo contrario de lo que propugnó Montesquieu y, con él, todos los defensores de una democracia no hipotecada por la inercia de los intereses partidistas, que, salvo muy honrosas excepciones, suelen ser los intereses o debilidades de los líderes.
No irían así las cosas si, al menos y en ocasiones de notable trascendencia, el voto en el Parlamento fuera realmente libre y al dictado de la conciencia de cada diputado. Claro que, para resultar aceptablemente libre, ese voto habría de ser secreto, si no en todos los casos, al menos, ante las cuestiones de mayor trascendencia: no es de recibo oír en cualquier parlamento expresiones al estilo de “todos mis compañeros y yo pensamos…” ¿de cuándo acá es colectivo algo tan sagrado como un íntimo pensamiento, la voz de la conciencia o los valores con los que cada uno forja o intenta forjar la propia personalidad?
¿Sería mucho pedir a los señores diputados que, en defensa de su propia libertad y de la elemental dignidad para un “legítimo representante de la voluntad popular”, exijan voto libre y secreto para cuestiones tan importantes como la investidura, leyes que vulneren determinados conceptos morales, el Presupuesto o un eventual voto de censura a la actuación del Jefe de Gobierno?
Institucionalizar esa mínima prerrogativa no implica ningún trauma legal: bastaría hacer uso de la elasticidad del “Reglamento”. Claro que ello crearía un precedente no muy halagüeño para cuantos aspiran a disfrutar del poder merced a un entramado de intereses cuidadosamente hilvanados y cuya consistencia sigue asegurada por el voto servil. Si, además, sucede que los altos organismos judiciales cubren sus vacantes a propuesta del parlamento, caja de resonancia de la voluntad del jefe... Entre los interesados por copar los puestos de mayor relieve, por ejemplo, en el poder judicial, llega a no es el mayor aliciente el ponderado y veraz entendimiento de las exigencias de la Justicia de todos y para todos. De esa manera, pierde su positivo carácter lo que se llama “equilibrio de poderes” hasta el punto de que el “natural ejercicio de la independencia judicial” llega a ser considerado una genial heroicidad.
Claro que, tal están demostrando heroicos jueces del momento actual, las leyes deben y pueden tener más fuerza que los posicionamientos políticos, por muy altos que éstos sean. En momentos cruciales de nuestra reciente historia, por desgracia, no se ha dado tal situación: entre nosotros, personajes bien notorios han logrado “saltarse a la torera” todo el aparato jurídico. Sin sacar a colación consabidos escándalos de la vida pública, choca al buen juicio democrático eso de la inmunidad parlamentaria sobre cuestiones tan obviamente criminales como la connivencia con el “terrorismo de Estado” o el uso de los fondos públicos para enriquecer a delincuentes. El tentado a ejercer de “caudillo” debiera reconocer que lo suyo es provisional: su permanencia en el Poder depende de la suma de votos en la próxima confrontación electoral.

Pero no todos los candidatos o titulares de poder político, justo es decirlo, sucumben a la tentación de “caudillismo” (de ello ya tenemos pruebas históricas y también actuales), de donde se deduce que, en una Democracia como la española, contra los vicios y atropellos del caudillaje ocasional, no cabe mejor remedio que la sagacidad de los votantes: es de sentido común elegir la menos mala de las opciones sea a la hora decidirse por un candidato o cuando se ofrece a nuestra consideración tal o cual programa.

2 comentarios:

  1. La ultima entrada te ha salido mucho mejor que otras.
    Si las cualidades principales de la Democracia como sistema son la representatividad de la sociedad, la legitimación y el control del poder, hay sistemas como el nuestro o los europeos continentales en general que buscan potenciar el primer aspecto. Las democracias anglosajonas, mas antiguas, no impuestas ni importadas, buscan potenciar los dos últimos.
    Para Tocqueville el gran peligro de la democracia es que se convierta en una tiranía paternalista, algo que sin duda nos ha ocurrido. También se observa en los últimos tiempos, en todas partes, la imposición ilegitima de los intereses de los grupos organizados sobre los de los grupos desorganizados.
    Por eso, en mi opinión, el sistema debe potenciar el control del poder por medio de la confrontación de intereses, es decir, unas instituciones controlan a otras. Eso conjugado con una limitación categórica de lo que puede hacer el gobierno, para proteger a las minorías y a los individuos del poder de las mayorías.
    Ya sabes que esto se llama liberalismo político, y se basa en elegir el menor de los males, tu deporte favorito. Es preferible que el estado este fuertemente legitimado(sistema mayoritario y presidencialista) para que pueda desempeñar su labor de impartir justicia y proveer seguridad, y que este fuertemente controlado y limitado en sus funciones (gobierno limitado, división de poderes real, estado de derecho) para no caer en la tiranía, aunque se sacrifique representatividad y haya ideologías que nunca lleguen al poder por ser minoritarias.
    Los sistemas parlamentarios con primer ministro elegido por el parlamento, sistema electoral proporcional, no tienen una división real de poderes, el gobierno no esta efectivamente controlado ni limitado en sus funciones. La consecuencia es que confundiendo la democracia con la representatividad desembocamos en la tiranía, perdiendo toda legitimidad.
    Veras que no hablo de heroísmos ni generosidades, el motor de las personas es el interés y el sistema se debe basar en la confrontación de los intereses de los participantes, no en su cooperación. Te pongo un simil, es como pretender que 2 empresas que dominan un mercado cooperen entre si, sean generosas y velen por los intereses del consumidor. Imposible. Por eso el regulador cambia las reglas para que haya tantos participantes que se evite la concertacion, y de la confrontación salga el beneficio de los consumidores.
    Perdón por el tocho, estaba inspirado.

    Un cordial saludo
    Sergio

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    1. Obviamente, el comentario es de Sergio. Sócrates Remendón es el autor

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